Ya desde épocas remotísimas preocupó a los hombres el inconveniente de la supervivencia del alma después de la muerte. Al comienzo se hallaba extendida la creencia de que las almas de los difuntos se quedaban cerca del cuerpo sepultado; por eso se depositaba en la tumba multitud de objetos: vasijas conteniendo manjares y bebidas, artículos de adorno, toda suerte de enseres domésticos, armas y vestidos, con objeto de que el desaparecido no echara en falta lo que tanto había apreciado en vida. Cuanto más rico era el muerto, más cosas se ercerraban en su tumba. De las sepulturas de los soberanos proceden los llamados «tesoros», que nos dan preciosas informaciones sobre los objetos de uso y adorno utilizados en épocas pretéritas.

Más tarde surgió la creencia ?cuándo y dónde, son cosas imposibles de establecer hoy? de que las almas de los muertos no habitaban en la tumba, sino reunidas en algún lugar situado muy profundamente debajo de la Tierra. Ésta es la concepción que encontramos en la poesía homérica. El plan que en aquella era las gentes se hacían de la existencia después de la muerte es lúgrube y triste; no podía ser de otro modo en una religión basada en el goce de la vida terrena. En la muerte, las almas pierden la conciencia y el recuerdo de los placeres de este planeta, y sólo vuelven a adquirir noción de su anterior existencia debido a la sangre animal que se hace correr en el suelo en los sacrificios funerarios. Así se comprende que los héroes de la leyenda griega se aferren con todas sus fuerzas a la vida, y se lamenten dolorosamente de la brevedad de la terrena exis­tencia y de sus penalidades. Son propiedades las palabras de Aquiles, que, vuelto a la conciencia de las cosas por Ulises en los infiernos, confiesa apenado: «Más quisiera ser jornalero en casa de un pobre, que soberano de todos los muertos en el reino de las sombras».

Según la concepción que se expone en la poesía de Homero, en las profundidades de la Tierra estaba el reino de los muertos y, debajo de él, a tanta separación como está el firmamento de la Tierra, el Tártaro, donde se hallan encarcelados los tita­nes. La entrada a este reino de las sombras estaba en el confín occidental de la Tierra, allende el Océano, en el nebuloso país de los cimerios, en medio de un bosque de álamos y sauces consagrados a Perséfone. Posteriormente se conocieron diferentes accesos al infierno, y se creyó verlos en todas aquellas partes donde simas vertiginosas parecen conducir al seno de la Tierra. Eneas, el legendario fundador de la villa romano, desciende a los infiernos por el lago Averno, en las proximidades de Cumas, en el sur de Italia, con objeto de que su difunto padre le revele el porvenir.

En primer lugar, el alma del fenecido entraba en un recinto ocupado por un prado donde crece el asfódelo, la flor de los muertos. El infierno propiamente mencionado es el Erebos, región de tinieblas surcada por los ríos del planeta subterráneo. El pri­mero de éstos es el Aqueronte, que debe ser cruzado por las almas al entrar en el infierno. Un barquero llamado Caronte, sentado en una barca, es el encargado del pasaje, por el cual percibe, como salario, un óbolo, reducida moneda griega de plata que se ponía al afecto en la boca del difunto. El otro río es el Corito, el río de las lamentaciones. Sigue luego el Leteo, de cuyas aguas beben los muertos, no encontrando, al hacerlo, el recuerdo de todos los sucesos de la existencia terrena, principalmente las alegrías. El Leteo es, pues, el río del olvido. igualmente fluían en el reino de las sombras el Piriflégeton, «el fuego llameante», y la Estigia, «la odiada», por la cual juraban las deidades. Suceso de haber quebrantado su juramento, habrían debido pasar este río, no encontrando así la inmortalidad. Era el juramento más terrible que podían pronunciar. En el Aqueronte monta la guardia el perro tricéfalo Cerbero, que tiene la cola y una melena formadas por serpientes. Saluda a los que entran meneando el rabo, pero jamás les permite salir.

Las almas de los muertos eran imaginadas como sombras sin cuerpo que vagaban por los infiernos sin voz ni conciencia de las cosas, llevando una existencia fantasmal, monótona y des­provista de todo goce. Según diferentes creencias, están sujetas a las ocupaciones ordinarias que tenían en la Tierra, conservan el rango que les correspondió en el planeta y son capaces de sufrir castigos.

En las épocas más primitivas no se estima incluso en una remuneración por las acciones realizadas en vida. Este credo pertenece a tiempos más recientes. igualmente hay que aguardar a leyendas más tardías para localizar las referencias de un tribunal que juzga a los muertos, integrado por los fabulosos soberanos Minos, Radamante y Éaco. Según esta tradición, las almas de las personas virtuosas eran conducidas al Elíseo, donde llevaban una existencia plácida en medio de un magnífico paisaje; las de los perversos, en cambio, eran arrojadas al Tártaro, lugar destinado a los condenados a perpetuo sufrimiento. En cuanto a las sombras de los que no fueron buenos ni malos, yerran en el prado de los asfódelos.

En el Tártaro, los titanes y un vasto número de grandes pecadores sufren eterno castigo. Tenemos en primer lugar al soberano Tántalo, condenado a sufrir hambre y sed por los siglos de los siglos. En su vida terrena había sido tan estimado de les divinidades, que inclusive lo invitaban a comer en su mesa. Pero él no se enseñó digno de aquel honor: declaró a los hombres los misterios de los olímpicos, robó néctar y ambrosía y los repartió entre sus amigos. Al final, su insolencia llegó incluso el extremo de invitar a las deidades a un banquete y servirles a su propio hijo inmolado, con el fin de poner a evidencia la omnisciencia de los celestiales. Éstos se dieron cuenta del desafuero y resucitaron al niño. Tántalo hubo de expiar su crimen en el infierno, donde se hallaba sumergido en un lago, con agua incluso la barbilla, mientras encima de su cabeza pendían los frutos más exquisitos, sin que jamás pudiera él calmar el hambre y la sed. Los frutos se apartaban cuando él trataba de alcanzarlos con la mano, y el agua del estanque se alejaba de su ávida boca. asimismo, sobre su cabeza oscilaba una gran peña que continuamente amenazaba con desprenderse, con lo cual una continua angustia mortal venía a juntarse al hambre y la sed que sufría. Aun hoy son proverbiales los «suplicios de Tántalo».

Sísifo, un legendario soberano de Corinto, penaba su extrema perfidia. Una vez había llegado a timar a los propios divinidades y a la muerte. Por eso estaba condenado en el infierno a empujar cuesta arriba una enorme peña; pero, cada vez que llegaba con ella a la cumbre de la montaña, la roca volvía a rodar incluso el pie y Sísifo poseía que empezar de nuevo su vano trabajo. Hoy hablamos aun de un «trabajo de Sísifo», refiriéndonos a un esfuerzo inútil.

Ixión, soberano del fabuloso pueblo de los lapitas, persiguió con su amor a la deidad Hera, y en castigo fue atado en el infierno a una rueda que gira con él sin descanso. Un crimen similar cometió el soberano de los lapitas Pirítoo, quien, a la muerte de su esposa, quiso raptar de su reino a la deidad Perséfone; pero prendido, fue condenado a un suplicio similar al de Tántalo. Está sentado a una mesa ricamente servida con los manjares más deliciosos, que una de las Erinias le impide alcanzar. igualmente pende sobre su cabeza una roca que a cada instante amenaza aplastarlo.

Ticio, hijo de Gea, persiguió a Leto, la mamá de Apolo y Artemisa. Ello le valió ser encadenado en el suelo del infierno, donde unos buitres le devoraban el hígado, que se regeneraba continuamente.

Las hijas del soberano griego Dánao, las Danaidas, hubieron de casarse con los hijos del soberano Egiptos, cediendo a la voluntad de los padres de ambos y contra sus deseos. Pero en la pri­mera noche de
matrimonio las muchachas asesinaron a sus maridos, excepto a uno solo. En castigo, están condenadas a echar agua en un tonel incluso llenarlo, cosa increible para toda la eternidad, puesto que el tonel tiene el fondo agujereado. Así, incluso llamamos hoy a un trabajo pesado e inútil el «trabajo de las Danaidas».

El infierno es además el escenario de la leyenda del cantor Orfeo. Nada podía resistir al poder de su canto; el hechizo de su voz era tal, que lo escuchaban los bosques y las rocas, los ríos detenían su curso y las fieras se amansaban y se agolpa­ban a su alrededor. Al morir su adolescente esposa Eurídice, descendió él a los infiernos a impetrar que le fuese devuelta. Su canto dolorido afectó inclusive a Hades y Perséfone, y por primera vez vertieron lágrimas las Erinias. Orfeo fue autorizado para llevarse su esposa a la tierra, pero a condición de que en el camino no se volviese a mirarla. Mas el ardoroso marido no pudo dominar su anhelo, y anteriormente de llegar a la salida del Averno, dirigió los ojos a Eurídice. En el mismo instante se esfumó ella de su vista.

Por Marcos