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Padre Cipriano Urgel: La historia del sacerdote que afirmó haber rezado con “almas en pena”

 

Un alma en pena o ánima en pena, una figura recurrente en numerosas mitologías, es definida básicamente como el fantasma o el alma de una persona que, después de morir, vaga sin descanso (por ejemplo, tras haberse suicidado), ya que no pueden encontrar el camino al Más Allá, deambulando en el mundo de los vivos sin tener plena conciencia de su muerte.



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Uno de los casos más sorprendentes que involucraron a estas presuntas entidades sobrenaturales fue protagonizado por el fallecido religioso Cipriano Urgel y Villahermosa (1918-1985), un venerado cura filipino que fue ordenado sacerdote a los 27 años de edad -el 17 de marzo de 1945- y que, tras más de dos décadas y media sirviendo a la Iglesia y a su comunidad, se convirtió en el primer arzobispo de la Arquidiócesis de Palo en 1982.

Originario de la localidad filipina de Hilongos, Leyte, el padre Urgel ejerció como párroco de la pequeña localidad de Tanauan desde febrero de 1951 hasta marzo de 1960. Precisamente, cuando desempeñaba esta función, el 8 de diciembre de 1951, el sacerdote, que por aquel tiempo tenía 33 años de edad, viviría una extraña experiencia sobrenatural, días después que el devastador tifón “Amy” asolara las costas de Filipinas e inundara la ciudad de Tanauan durante semanas.

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El padre Urgel, ante la gran destrucción causada por el tifón, que no sólo causó millonarios daños materiales sino que también cobró centenares de vidas, se encerró en las paredes de la capilla de la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción para orar por los muertos. Una vez dentro, el sacerdote rezó en latín el Responso, la tradicional oración latina por los muertos, pues por aquella época las oraciones se pronunciaban en latín, antes de las reformas liberalizadoras del Concilio Vaticano II de 1962.

El joven padre Urgel estaba rezando el “Ave María” en latín en voz baja, cuando, según su propia versión, escuchó una voz de algún lugar que respondía con la frase “Santa María”, también en latín. El sacerdote, extrañado, miró a su alrededor, pero dentro de la capilla no había nadie más que él. Levemente asustado por la experiencia, el sacerdote dejó de orar y se retiró a su habitación a descansar, aunque, debido al extraño episodio, apenas durmió esa noche.

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En la noche siguiente, el padre Urgel nuevamente oró en latín el responso, pero cuando comenzó a orar el “Ave María”, esta vez fueron varias las voces que respondieron con la frase “Santa María”. Una vez más, el padre miró a su alrededor y descubrió que era el único dentro de la capilla. En lugar de dejarse asustar nuevamente, Urgel prefirió seguir rezando, pronunciando la oración del Santo Rosario, y esta vez fue un coro de voces el que le respondió, alcanzando un gran crescendo. Urgel continuó con su comunión nocturna con las voces extrañas hasta que éstas disminuyeron en frecuencia y luego se perdieron en lo profundo de la noche.

Asombrado por la sobrenatural experiencia, el padre Urgel comenzó a investigar en los días siguientes la historia de la capilla de la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, descubriendo que el lugar donde se había edificado, en la década de 1870, había sido el emplazamiento de un antiguo cementerio.

El Padre Oliver T. Mazo, un teólogo ordenado en Roma y asistente del párroco de la Iglesia del Santo Niño en la ciudad filipina de Tacloban, se enteró varios años más tarde de la extraña historia protagonizada por el padre Cipriano Urgel, un episodio que comenzó a transmitirse oralmente por miembros del clero a otros miembros de la iglesia filipina a través de los años. Y tras investigar los detalles del hecho, concluyó que la historia era verídica, sobre todo tomando en cuenta la impecable trayectoria evangelizadora del padre Urgel, “un sacerdote santo que cuidaba a su rebaño e hizo grandes cosas para gente sencilla como yo”, según recordó Marina V. Dorego, catequista y trabajadora de la iglesia de 75 años que fue una de las personas más allegadas al religioso, quien falleció el 22 de abril de 1985 a la edad de 66 años.

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Según el padre Mazo, las voces de ultratumba que acompañaron en misa al religioso en esas dos lejanas noches de 1951 no fueron otra cosa que “almas perdidas que hicieron su camino de regreso y que finalmente encontraron su descanso eterno”.

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Por Alejandro